LA ACTITUD DE EXPECTACIÓN. XIX DOMINGO T. O.

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XIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

(Sab 18,6-9; Sal 32; Hbr 11, 1-2.8-19; Lc 12, 32-48)

LA ACTITUD DE EXPECTACIÓN

En plenas vacaciones, cuando la naturaleza invita a desconectar de todo y a quedar como sustraídos de la realidad, en un presentismo placentero. La Palabra de este domingo se convierte en aviso, a semejanza de lo que sucede en las playas, cuando hondea la bandera que indica el posible riesgo, que se corre si se entra en el mar.

El libro de la Sabiduría enseña a vivir con los ojos puestos en el horizonte de lo que se espera. Gracias a las promesas reveladas por Dios, y llevadas a cabo por Jesús, podemos vivir esperanzados. “La noche de la liberación se les anunció de antemano a nuestros padres, para que tuvieran ánimo, al conocer con certeza la promesa de que se fiaban” (Sb). No vivimos una historia sin proyecto, sino que cada día debemos afianzarnos en el plan divino, que se nos brinda como mejor forma de vida.

El horizonte, según vivamos el presente, se puede interpretar esperanzador, como lo canta el salmo: “Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo; que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti”. (Sal). O puede adquirir tintes tormentosos, si se vive al margen del anuncio evangélico, lo recomendado es: “Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame” (Lc).

En todo tiempo, el creyente debe vivir según su fe, y para los cristianos, “la fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve” (Hbr). Jesucristo es horizonte luminoso de sentido. Él es quien nos adelanta nuestro propio futuro. El presente, para el cristiano, es una profecía, y desde esta certeza cabe vivir en toda circunstancia con paz, y con serenidad.

Vivir de espaldas al horizonte de sentido trascendente de la vida es un error, que secuestra en un tiempo sin salida. Vivir amenazados por el miedo es una respuesta de la naturaleza, emancipada de la fe. Nos corresponde atravesar la historia, apoyados en el bordón de la Palabra, que nos asegura el cumplimiento de las promesas divinas.

Y para quien sigue el consejo de las Escrituras resuenan las bienaventuranzas: “Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad”. “Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor”. “Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo” (Lc).

P. Ángel Moreno, Buenafuente del Sistal

La fecundidad de lo pequeño. XXXII Domingo del Tiempo Ordianrio «B»

XXXII Domingo del Tiempo Ordianrio «B», La fecundidad de lo pequeño

(1Re 17, 10-16; Sal 145; Hbr 9, 24-28; Mc 12, 38-44)

LA FECUNDIDAD DE LO PEQUEÑO

La cultura actual es partidaria del éxito; siempre se desea apostar por el ganador, y se mira con insistencia a las empresas con buenos resultados. Se siente halago en el triunfo, y cierta nostalgia, por no decir envidia, cuando llegan noticias de comunidades religiosas florecientes.

Ciframos el éxito de nuestro trabajo en los resultados, y tenemos por negativa la evaluación que no suponga crecimiento.

Hoy se sufre en la Iglesia el éxodo. No se llenan los templos, ni los noviciados; escasean las vocaciones, aunque la estadística señale últimamente cierto crecimiento. En el mundo rural se vive la experiencia de la soledad y de la debilidad, pues en él queda solo una generación mayor porque las familias jóvenes buscan los centros educativos para sus hijos.

En estas coordenadas, sorprenden los relatos bíblicos. Tanto la primera lectura como el Evangelio proponen el protagonismo de dos mujeres viudas y pobres, a las que les queda solamente un poco de aceite y de harina en el caso de la de Sarepta, y solamente dos reales, en el caso de la viuda del templo.

De natural, es difícil abrazar la minoridad, la descalcez, y sin embargo, en los ejemplos propuestos, se nos describe la relación entre pobreza y bendición. “El profeta Elías se puso en camino hacia Sarepta, y, al llegar a la puerta de la ciudad, encontró allí una viuda que recogía leña. La llamó y le dijo: –«Por favor, tráeme un poco de agua en un jarro para que beba.» Mientras iba a buscarla, le gritó: -«Por favor, tráeme también en la mano un trozo de pan.» Respondió ella: -«Te juro por el Señor, tu Dios, que no tengo ni pan; me queda sólo un puñado de harina en el cántaro y un poco de aceite en la alcuza. (1Re 17, 10- 13)

El salmista canta: “El Señor sustenta al huérfano y a la viuda” (Sal 145). Y Jesús ensalza a quien a los ojos humanos ha echado dos reales de limosna en el Templo. “Estando Jesús sentado enfrente del arca de las ofrendas, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos reales. Llamando a sus discípulos, les dijo: -«Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie” (Mc 12, 42-44).

Las categorías del Evangelio son muy distintas a las nuestras; como dirá Jesús en otro pasaje, nosotros pensamos como humanos, no como Dios. Dios valora lo humilde, lo sencillo, lo pequeño: da la primogenitura a los segundones, escoge a las estériles, bendice a las viudas. El Maestro nos ofrece la enseñanza de la paradoja: los últimos son los primeros, los soberbios son desplazados por los humildes, los ricos, por los pobres; los señores, por los siervos.

¿Cómo valoras tu situación, con los ojos humanos, o con la mirada de Dios?

P. Ángel Moreno de Buenafuente del Sistal

CREADOS A IMAGEN DE DIOS. XXVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, “B”

XXVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, “B”

(Gn 2, 18-24; sal 127; Hbr 2, 9-11; Mc 10, 2-16)

CREADOS A IMAGEN DE DIOS

Siempre me parece extraño que el Creador se dé cuenta, después de crear al hombre, de su necesidad de que lo colocara en medio del jardín y de que le encomendara la tarea de poner nombre a las cosas y de relacionarse con otro ser semejante. Y Dios, al ver que Adán se aburría y que estaba triste, dice, según el texto bíblico: -«No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él que le ayude» (Gn 2, 18).

Sin duda que estamos ante uno de los pasajes más ricos para introducirnos en el estudio de la antropología, pues nos revela el anhelo insaciable del corazón humano en relación con su sed de amor y su necesidad de ser amado.

La biología marca una ley complementaria, que se realiza en el trato del varón y de la mujer. “Al principio de la creación, Dios «los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne». De modo que ya no son dos, sino una sola carne. “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.” (Mc 10,9; Mt 19,6)

La Biblia consagra la relación matrimonial como vocación sagrada. De tal forma que cuando Dios quiere revelar a su pueblo el amor que le tiene, tomará la imagen de los esponsales, como la más próxima a la verdad del amor divino: “Dios es amor”. “Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa; tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa” (sal 127).

Sin embargo, teniendo en cuenta la afirmación del autor de la Carta a los Hebreos – “Al que Dios había hecho un poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos ahora coronado de gloria y honor por su pasión y muerte” (Hbr 2, 9)-, desde la afirmación que leemos en el relato bíblico de la creación, de que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, siendo el rostro del Hijo único de Dios el modelo en el que se fijó el Creador para hacer al ser humano, cabe intuir que la soledad que experimentó Adán no era por error divino, sino huella de la imagen del que elevado en la Cruz no tiene otra relación posible que su Padre.

El matrimonio es expresión del amor divino, pero a su vez, las relaciones humanas dejan experimentar el límite de la soledad, que no puede complementar ni la tarea de poner nombre a las cosas -ejercicio de dominio-, ni la alteridad semejante. Solo Dios es complementariedad gozosa y plena.

En la soledad del primer hombre se detecta la razón de la experiencia agustiniana: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. Y de la enseñanza teresiana: “Solo Dios basta”.

P- Ángel Moreno , Buenafuente del Sistal

PAN DEL CIELO, PAN PARA EL CAMINO. XIX DOMINGO T. O.

XIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

(1Re 19, 4-8; Sal 33; Ef 4, 30-5,2; Jn 6, 41-51)

PAN DEL CIELO, PAN PARA EL CAMINO

Estamos en pleno mes de agosto, etapa del año en la que en el hemisferio norte se disfruta de vacaciones, y sin embargo, también puede ser momento de experimentar lo que dan de sí las cosas, el consumo, el halago de los sentidos, y sufrir la quiebra de la ilusión y del posible proyecto de felicidad, que se habían anticipado.

Puede parecer paradójico, pero es en los tiempos en los que se ve la vida placentera de los otros cuando, si se padece contrariedad, alguna prueba de salud o de necesidad económica, asalta el agravio comparativo y cabe sufrir la tentación de la tristeza.

Sin que sea una experiencia tan dramática, si se ha caminado por la Ruta Jacobea, parábola de la vida, en muchos tramos, bien por la distancia que hay entre los núcleos habitados, bien por el trazado del camino, se ha podido sentir el desfallecimiento. Momentos en los que se anhela una sombra, un sorbo de agua, una tregua en la andadura.

¡Qué bien se entiende este pasaje bíblico en esas posibles circunstancias: “-«¡Levántate, come!, que el camino es superior a tus fuerzas.» Elías se levantó, comió y bebió, y, con la fuerza de aquel alimento, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios” (1Re 19, 7-8).

¡Es tan diferente caminar pesando que uno va solo, desconocido, sobre todo cuando hay que atravesar pasajes difíciles, de tener la certeza de que alguien te acompaña, te aguarda, sabe de tu ruta!

El creyente camina con una certeza, como nos asegura el salmista: “El ángel del Señor acampa en torno a sus fieles y los protege. Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él” (Sal 33).

¿Cómo se traducen las secuencias bíblicas de este domingo a nuestra vida? Sin duda, acogiendo el ofrecimiento que nos hace el mismo Jesús. Él se ofrece como compañero de camino y como alimento en la necesidad: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 50-51).

La lectura de la Palabra de Dios, iluminadora de la vida; la participación en los sacramentos del perdón y de la Eucaristía; el tiempo de oración a solas; el encuentro con alguna persona iniciada en el discernimiento espiritual, son verdaderos momentos restauradores.

En este sentido, cada uno podemos convertirnos en ángeles del desierto: “Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo” (Ef 4, 30).

P. Ángel Moreno de Buenafuente del Sistal.

CUARESMA 2015: «Fortalezcan sus corazones (St 5,8)» Mensaje Papa Francisco

 

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA
CUARESMA 2015

Fortalezcan sus corazones (St 5,8)

Queridos hermanos y hermanas:

La Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y para cada creyente. Pero sobre todo es un «tiempo de gracia» (2 Co 6,2). Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes: «Nosotros amemos a Dios porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Él no es indiferente a nosotros. Está interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro nombre, nos cuida y nos busca cuando lo dejamos. Cada uno de nosotros le interesa; su amor le impide ser indiferente a lo que nos sucede. Pero ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien. Esta actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia. Se trata de un malestar que tenemos que afrontar como cristianos.

Cuando el pueblo de Dios se convierte a su amor, encuentra las respuestas a las preguntas que la historia le plantea continuamente. Uno de los desafíos más urgentes sobre los que quiero detenerme en este Mensaje es el de la globalización de la indiferencia.

La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una tentación real también para los cristianos. Por eso, necesitamos oír en cada Cuaresma el grito de los profetas que levantan su voz y nos despiertan.

Dios no es indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el punto de dar a su Hijo por la salvación de cada hombre. En la encarnación, en la vida terrena, en la muerte y resurrección del Hijo de Dios, se abre definitivamente la puerta entre Dios y el hombre, entre el cielo y la tierra. Y la Iglesia es como la mano que tiene abierta esta puerta mediante la proclamación de la Palabra, la celebración de los sacramentos, el testimonio de la fe que actúa por la caridad (cf. Ga 5,6). Sin embargo, el mundo tiende a cerrarse en sí mismo y a cerrar la puerta a través de la cual Dios entra en el mundo y el mundo en Él. Así, la mano, que es la Iglesia, nunca debe sorprenderse si es rechazada, aplastada o herida.

El pueblo de Dios, por tanto, tiene necesidad de renovación, para no ser indiferente y para no cerrarse en sí mismo. Querría proponerles tres pasajes para meditar acerca de esta renovación.

1. «Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26) – La Iglesia

La caridad de Dios que rompe esa cerrazón mortal en sí mismos de la indiferencia, nos la ofrece la Iglesia con sus enseñanzas y, sobre todo, con su testimonio. Sin embargo, sólo se puede testimoniar lo que antes se ha experimentado. El cristiano es aquel que permite que Dios lo revista de su bondad y misericordia, que lo revista de Cristo, para llegar a ser como Él, siervo de Dios y de los hombres. Nos lo recuerda la liturgia del Jueves Santo con el rito del lavatorio de los pies. Pedro no quería que Jesús le lavase los pies, pero después entendió que Jesús no quería ser sólo un ejemplo de cómo debemos lavarnos los pies unos a otros. Este servicio sólo lo puede hacer quien antes se ha dejado lavar los pies por Cristo. Sólo éstos tienen “parte” con Él (Jn 13,8) y así pueden servir al hombre.

La Cuaresma es un tiempo propicio para dejarnos servir por Cristo y así llegar a ser como Él. Esto sucede cuando escuchamos la Palabra de Dios y cuando recibimos los sacramentos, en particular la Eucaristía. En ella nos convertimos en lo que recibimos: el cuerpo de Cristo. En él no hay lugar para la indiferencia, que tan a menudo parece tener tanto poder en nuestros corazones. Quien es de Cristo pertenece a un solo cuerpo y en Él no se es indiferente hacia los demás. «Si un miembro sufre, todos sufren con él; y si un miembro es honrado, todos se alegran con él» (1 Co 12,26).

La Iglesia es communio sanctorum porque en ella participan los santos, pero a su vez porque es comunión de cosas santas: el amor de Dios que se nos reveló en Cristo y todos sus dones. Entre éstos está también la respuesta de cuantos se dejan tocar por ese amor. En esta comunión de los santos y en esta participación en las cosas santas, nadie posee sólo para sí mismo, sino que lo que tiene es para todos. Y puesto que estamos unidos en Dios, podemos hacer algo también por quienes están lejos, por aquellos a quienes nunca podríamos llegar sólo con nuestras fuerzas, porque con ellos y por ellos rezamos a Dios para que todos nos abramos a su obra de salvación.

2. «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9) – Las parroquias y las comunidades

Lo que hemos dicho para la Iglesia universal es necesario traducirlo en la vida de las parroquias y comunidades. En estas realidades eclesiales ¿se tiene la experiencia de que formamos parte de un solo cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos? ¿O nos refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están lejos en el mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta cerrada? (cf. Lc 16,19-31).

Para recibir y hacer fructificar plenamente lo que Dios nos da es preciso superar los confines de la Iglesia visible en dos direcciones.

En primer lugar, uniéndonos a la Iglesia del cielo en la oración. Cuando la Iglesia terrenal ora, se instaura una comunión de servicio y de bien mutuos que llega ante Dios. Junto con los santos, que encontraron su plenitud en Dios, formamos parte de la comunión en la cual el amor vence la indiferencia. La Iglesia del cielo no es triunfante porque ha dado la espalda a los sufrimientos del mundo y goza en solitario. Los santos ya contemplan y gozan, gracias a que, con la muerte y la resurrección de Jesús, vencieron definitivamente la indiferencia, la dureza de corazón y el odio. Hasta que esta victoria del amor no inunde todo el mundo, los santos caminan con nosotros, todavía peregrinos. Santa Teresa de Lisieux, doctora de la Iglesia, escribía convencida de que la alegría en el cielo por la victoria del amor crucificado no es plena mientras haya un solo hombre en la tierra que sufra y gima: «Cuento mucho con no permanecer inactiva en el cielo, mi deseo es seguir trabajando para la Iglesia y para las almas» (Carta 254,14 julio 1897).

También nosotros participamos de los méritos y de la alegría de los santos, así como ellos participan de nuestra lucha y nuestro deseo de paz y reconciliación. Su alegría por la victoria de Cristo resucitado es para nosotros motivo de fuerza para superar tantas formas de indiferencia y de dureza de corazón.

Por otra parte, toda comunidad cristiana está llamada a cruzar el umbral que la pone en relación con la sociedad que la rodea, con los pobres y los alejados. La Iglesia por naturaleza es misionera, no debe quedarse replegada en sí misma, sino que es enviada a todos los hombres.

Esta misión es el testimonio paciente de Aquel que quiere llevar toda la realidad y cada hombre al Padre. La misión es lo que el amor no puede callar. La Iglesia sigue a Jesucristo por el camino que la lleva a cada hombre, hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8). Así podemos ver en nuestro prójimo al hermano y a la hermana por quienes Cristo murió y resucitó. Lo que hemos recibido, lo hemos recibido también para ellos. E, igualmente, lo que estos hermanos poseen es un don para la Iglesia y para toda la humanidad.

Queridos hermanos y hermanas, cuánto deseo que los lugares en los que se manifiesta la Iglesia, en particular nuestras parroquias y nuestras comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio del mar de la indiferencia.

3. «Fortalezcan sus corazones» (St 5,8) – La persona creyente

También como individuos tenemos la tentación de la indiferencia. Estamos saturados de noticias e imágenes tremendas que nos narran el sufrimiento humano y, al mismo tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad para intervenir. ¿Qué podemos hacer para no dejarnos absorber por esta espiral de horror y de impotencia?

En primer lugar, podemos orar en la comunión de la Iglesia terrenal y celestial. No olvidemos la fuerza de la oración de tantas personas. La iniciativa 24 horas para el Señor, que deseo que se celebre en toda la Iglesia —también a nivel diocesano—, en los días 13 y 14 de marzo, es expresión de esta necesidad de la oración.

En segundo lugar, podemos ayudar con gestos de caridad, llegando tanto a las personas cercanas como a las lejanas, gracias a los numerosos organismos de caridad de la Iglesia. La Cuaresma es un tiempo propicio para mostrar interés por el otro, con un signo concreto, aunque sea pequeño, de nuestra participación en la misma humanidad.

Y, en tercer lugar, el sufrimiento del otro constituye un llamado a la conversión, porque la necesidad del hermano me recuerda la fragilidad de mi vida, mi dependencia de Dios y de los hermanos. Si pedimos humildemente la gracia de Dios y aceptamos los límites de nuestras posibilidades, confiaremos en las infinitas posibilidades que nos reserva el amor de Dios. Y podremos resistir a la tentación diabólica que nos hace creer que nosotros solos podemos salvar al mundo y a nosotros mismos.

Para superar la indiferencia y nuestras pretensiones de omnipotencia, quiero pedir a todos que este tiempo de Cuaresma se viva como un camino de formación del corazón, como dijo Benedicto XVI (Ct. enc. Deus caritas est, 31). Tener un corazón misericordioso no significa tener un corazón débil. Quien desea ser misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador, pero abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por el Espíritu y guiar por los caminos del amor que nos llevan a los hermanos y hermanas. En definitiva, un corazón pobre, que conoce sus propias pobrezas y lo da todo por el otro.

Por esto, queridos hermanos y hermanas, deseo orar con ustedes a Cristo en esta Cuaresma: “Fac cor nostrum secundum Cor tuum”: “Haz nuestro corazón semejante al tuyo” (Súplica de las Letanías al Sagrado Corazón de Jesús). De ese modo tendremos un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso, que no se deje encerrar en sí mismo y no caiga en el vértigo de la globalización de la indiferencia.

Con este deseo, aseguro mi oración para que todo creyente y toda comunidad eclesial recorra provechosamente el itinerario cuaresmal, y les pido que recen por mí. Que el Señor los bendiga y la Virgen los guarde.

Vaticano, 4 de octubre de 2014
Fiesta de san Francisco de Asís

Franciscus

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