Tiempo de Cuaresma

El Miércoles de Ceniza, los cristianos de occidente iniciamos el tiempo de preparación para las celebraciones de Pascua, fiesta central del calendario litúrgico. Aunque la cultura actual y el ambiente no acogen socialmente este tiempo de gracia, quienes desean caminar por el sendero evangélico pueden encontrar en él un acompañamiento especial.

Tiempo ascético

El gesto de la imposición de la ceniza y la llamada al ayuno y a la abstinencia son indicaciones que debieran impulsarnos a iniciar un modo de vida más austero, con el fortalecimiento de la voluntad, concretado en alguna acción o comportamiento determinados, bien sea en relación con la comida, o con en el uso de los medios de comunicación, o en los ejercicios de piedad.

Tiempo de generosidad

Cabe concretar la trilogía ayuno, oración y limosna no solo con actos privativos o ascéticos, sino con gestos de generosidad. Hoy el ayuno se entiende más desde la exigencia a compartir, y la abstinencia no solo se debe referir a tomar pescado en vez de carne, sino en privarse de alguna dependencia.

Tiempo de iniciar una lectura espirtual

En la Regla de san Benito se recomienda que el abad del monasterio reparta a los monjes un libro, que deben leer durante los días de cuaresma. Podemos asumir esta recomendación y, como decía san Juan XXIII, solo por hoy leeré 15 minutos un libro de espiritualidad.

Tiempo de oración

Si destaca en algo el tiempo de Cuaresma es, precisamente, en la llamada que la Palabra nos hace a la oración, bien sea en soledad y en días de desierto, bien sea en comunidad. La iglesia ofrece durante este tiempo ejercicios de piedad especiales, como es la contemplación del Via Crucis, los retiros y ejercicios espirituales, los tiempos de adoración ante la Eucaristía…

Hoy son muchos los cristianos que buscan silencio e interioridad, lo que debería culminar en el encuentro teologal con Dios en la oración.

Tiempo de acercarse al sacramento del perdón

En Cuaresma, a poco que se interiorice la exhortación a la conversión que encontramos en los textos litúrgicos, surge la necesidad de acogerse a la misericordia y al perdón de Dios. Los salmos, las parábolas, las preces de los fieles, la Iglesia entera nos invita a dejarnos reconciliar por Dios.

Tiempo de acompañarse con la Palabra de Dios

Para este tiempo suele recomendarse la lectura creyente de los textos bíblicos que se proclaman en la Liturgia. Si se sigue el itinerario de estos textos escogidos por la Iglesia durante la Cuaresma, encontraremos un apoyo eficaz para acercarnos a las fiestas de Pascua con el corazón abierto, remecido de paz interior, reconciliado y festivo.

P. Ángel Moreno, Buenafuente del Sistal.


Mensaje del Papa Cuaresma

VI Domingo del T.O

Lev 13, 1-2. 44-46;

Sal 31; 1 Co 10, 31-11, 1;

Mc 1, 40-45

Comentario

He nacido en un pueblo donde hasta hace poco existía el sanatorio nacional de enfermos de lepra. Conozco bien las reacciones sociales, las suspicacias, hipersensibilidades, estigmas, prevenciones y miedos que surgían, sobre todo al principio, ante el asentamiento en el lugar de cerca de cuatrocientos enfermos.

La Biblia ha tipificado la lepra como maldición divina por el riesgo de contagio y por las secuelas terribles cuando se da como progresiva. Gracias a la medicina, hoy se controla el proceso de la enfermedad.

Las Sagradas Escrituras nos describen la legislación mosaica, que imperaba en Israel sobre estos enfermos. Como se les expulsaba de la ciudad, eran personas marginales. A los leprosos se les obligaba a vestir de forma harapienta, iban desgreñados y se les imponía tocar la campanilla a su paso para que en ningún caso nadie pudiera acercarse a ellos.

En este contexto cultural y religioso está ambientada la sobrecogedora escena que describe el Evangelio: un enfermo de lepra cruza todas las barreras y llega hasta Jesús, se postra ante Él y le pide la curación.

La reacción natural habría sido alejarse de ese hombre, y en cualquier caso, si Jesús deseaba curarlo, podría haberlo hecho con su palabra. Si al criado del centurión romano lo curó a distancia, cuánto más podría haberlo curado con tan solo decir una palabra estando presente el necesitado.

Lo sorprendente es que alargue su mano, toque al enfermo y lo cure. Este contacto físico contaminó al Nazareno, y desde entonces, dice el Evangelio, ya no podía entrar en ningún pueblo.
Jesús dice en varias ocasiones que ha venido a curar, a sanar, a perdonar, pero no imaginábamos que su opción por el hombre tuviera una implicación tan solidaria y arriesgada que lo llevara al extremo de hacerse marginal.

El profeta dirá: Que Él tomo nuestros pecados y cargó con ellos. Lo tuvimos por leproso, desechado, varón de dolores. Ante esta escena brota del corazón: “Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: Confesaré al Señor mi culpa y tú perdonaste mi culpa y mi pecado”.

Hoy coincide con esta lectura, providencialmente, el aniversario de las apariciones de la Virgen en Lourdes, lugar de sanación física y espiritual. ¡Cómo necesitamos el contacto con la Palabra del Señor para superar nuestros estigmas! Pero también tenemos la llamada de acercarnos a quienes padecen.

P. Ángel Moreno, Buenafuente del Sistal.

LA ACTITUD DE EXPECTACIÓN. XIX DOMINGO T. O.

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XIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

(Sab 18,6-9; Sal 32; Hbr 11, 1-2.8-19; Lc 12, 32-48)

LA ACTITUD DE EXPECTACIÓN

En plenas vacaciones, cuando la naturaleza invita a desconectar de todo y a quedar como sustraídos de la realidad, en un presentismo placentero. La Palabra de este domingo se convierte en aviso, a semejanza de lo que sucede en las playas, cuando hondea la bandera que indica el posible riesgo, que se corre si se entra en el mar.

El libro de la Sabiduría enseña a vivir con los ojos puestos en el horizonte de lo que se espera. Gracias a las promesas reveladas por Dios, y llevadas a cabo por Jesús, podemos vivir esperanzados. “La noche de la liberación se les anunció de antemano a nuestros padres, para que tuvieran ánimo, al conocer con certeza la promesa de que se fiaban” (Sb). No vivimos una historia sin proyecto, sino que cada día debemos afianzarnos en el plan divino, que se nos brinda como mejor forma de vida.

El horizonte, según vivamos el presente, se puede interpretar esperanzador, como lo canta el salmo: “Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo; que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti”. (Sal). O puede adquirir tintes tormentosos, si se vive al margen del anuncio evangélico, lo recomendado es: “Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame” (Lc).

En todo tiempo, el creyente debe vivir según su fe, y para los cristianos, “la fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve” (Hbr). Jesucristo es horizonte luminoso de sentido. Él es quien nos adelanta nuestro propio futuro. El presente, para el cristiano, es una profecía, y desde esta certeza cabe vivir en toda circunstancia con paz, y con serenidad.

Vivir de espaldas al horizonte de sentido trascendente de la vida es un error, que secuestra en un tiempo sin salida. Vivir amenazados por el miedo es una respuesta de la naturaleza, emancipada de la fe. Nos corresponde atravesar la historia, apoyados en el bordón de la Palabra, que nos asegura el cumplimiento de las promesas divinas.

Y para quien sigue el consejo de las Escrituras resuenan las bienaventuranzas: “Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad”. “Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor”. “Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo” (Lc).

P. Ángel Moreno, Buenafuente del Sistal

EL MISTERIO DEL CORAZÓN DE CRISTO. S. JUAN PABLO II

 

¡Queridos Hermanos y Hermanas!

1. El próximo miércoles 22 de junio, la liturgia de la Iglesia se concentra, con una adoración y un amor especial, en torno al misterio del Corazón de Cristo. Quiero, pues, ya hoy, anticipando este día y esta fiesta, dirigir junto con vosotros la mirada de nuestros corazones sobre el misterio de ese Corazón. Él me ha hablado desde mi juventud. Cada año vuelvo a este misterio en el ritmo litúrgico del tiempo de la Iglesia.

Es sabido que el mes de junio está consagrado especialmente al Sagrado Corazón de Jesús. Le expresamos nuestro amor y nuestra adoración mediante las letanías que hablan con profundidad particular de sus contenidos teológicos en cada una de sus invocaciones.

Por esto quiero detenerme con vosotros ante este Corazón, al que se dirige la Iglesia como comunidad de corazones humanos. Quiero hablar, siquiera brevemente de este misterio tan humano, en el que con tanta sencillez y a la vez con profundidad y fuerza se ha revelado Dios.

2. Hoy dejamos hablar a los textos de la liturgia del miércoles, comenzando por la lectura del Evangelio según Juan. El Evangelista refiere un hecho con la precisión del testigo ocular. «Los judíos, como era el día de la Parasceve, para que no quedasen los cuerpos en la cruz el día de sábado, por ser día grande aquel sábado, rogaron a Pilato que les rompiesen las piernas y los quitasen. Vinieron, pues, los soldados y rompieron las piernas al primero y al otro que estaba crucificado con Él; pero llegando a Jesús, como le vieron ya muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó con su lanza el costado, y al instante salió sangre y agua» (Jn 19, 31-34).

El Evangelista habla solamente del golpe con la lanza en el costado, del que salió sangre y agua. El lenguaje de la descripción es casi médico, anatómico. La lanza del soldado hirió ciertamente el Corazón, para comprobar si el Condenado ya estaba muerto. Este Corazón -este corazón humano- ha dejado de latir. Jesús ha dejado de vivir. Pero, al mismo tiempo, esta apertura anatómica del Corazón de Cristo, después de la muerte -a pesar de toda la «crudeza» histórica del texto- nos induce a pensar incluso a nivel de metáfora. El corazón no es sólo un órgano que condiciona la vitalidad biológica del hombre. El corazón es un símbolo. Habla de todo el hombre interior. Habla de la interioridad espiritual del hombre. Y la tradición entrevió rápidamente este sentido de la descripción de Juan. Por lo demás, en cierto sentido, el mismo Evangelista ha inducido a esto cuando, refiriéndose al testimonio del testigo ocular, que era él mismo, ha hecho referencia, a la vez, a esta frase de la Escritura: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19, 37; Zac 12, 10).

En realidad así mira la Iglesia; así mira la humanidad. Y de hecho, en la transfixión de la lanza del soldado todas las generaciones de cristianos han aprendido y aprenden a leer el misterio del Corazón del Hombre crucificado, que era el Hijo de Dios.

3. Es diversa la medida del conocimiento que de este misterio han adquirido muchos discípulos y discípulas del Corazón de Cristo, en el curso de los siglos. Uno de los protagonistas en este campo fue ciertamente Pablo de Tarso, convertido de perseguidor en Apóstol. También nos habla él en la liturgia del próximo viernes con las palabras de la Carta a los efesios. Habla como el hombre que ha recibido una gracia grande, porque se le ha concedido «anunciar a los gentiles la insondable riqueza de Cristo e iluminar a todos acerca de la dispensación del misterio oculto desde los siglos en Dios, Creador de todas las cosas» (Ef 3, 8-9).

Esa «riqueza de Cristo» es, al mismo tiempo, el «designio eterno de salvación» de Dios que el Espíritu Santo dirige al «hombre interior», para que así «Cristo habite por la fe en nuestros corazones» (Ef 3, 16-17). Y cuando Cristo, con la fuerza del Espíritu, habite por la fe en nuestros corazones humanos, entonces estaremos en disposición «de comprender con nuestro espíritu humano» (es decir, precisamente con este «corazón») «cuál es la anchura, la longura, la altura y la profundidad, y conocer la Caridad de Cristo, que supera toda ciencia…» (Ef 3, 18-19).

Para conocer con el corazón, con cada corazón humano, fue abierto, al final de la vida terrestre, el Corazón divino del Condenado y Crucificado en el Calvario.

Es diversa la medida de este conocimiento por parte de los corazones humanos. Ante la fuerza de las palabras de Pablo, cada uno de nosotros pregúntese a sí mismo sobre la medida del propio corazón. «…Aquietaremos nuestros corazones ante Él, porque si nuestro corazón nos arguye, mejor que nuestro corazón es Dios, que todo lo conoce» (1 Jn 3, 19-20). El Corazón del Hombre-Dios no juzga a los corazones humanos. El Corazón llama. El Corazón «invita». Para esto fue abierto con la lanza del soldado.

4. El misterio del Corazón, se abre a través de las heridas del cuerpo; se abre el gran misterio de la piedad, se abren las entrañas de Misericordia de nuestro Dios (San Bernardo, Sermón 61, 4; PL 183, 1072).

Cristo dice en la liturgia de hoy: «Aprended de Mí, que Soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29).

Quizá una sola vez el Señor Jesús nos ha llamado con sus palabras al propio corazón. Y ha puesto de relieve este único rasgo: «mansedumbre y humildad». Como si quisiera decir que sólo por este camino quiere conquistar al hombre; que quiere ser el Rey de los corazones mediante la «mansedumbre y la humildad». Todo el misterio de Su reinado está expresado en estas palabras. La «mansedumbre y la humildad«. encubren, en cierto sentido, toda la «riqueza» del Corazón del Redentor, sobre la que escribió San Pablo a los efesios. Pero también esa «mansedumbre y humildad» lo desvelan plenamente; y nos permiten conocerlo y aceptarlo mejor; lo hacen objeto de suprema admiración.

Las hermosas letanías del Sagrado Corazón de Jesús están compuestas por muchas palabras semejantes, más aún, por las exclamaciones de admiración ante la riqueza del Corazón de Cristo. Meditémoslas con atención cada día.

5. Así, al final de este fundamental ciclo litúrgico de la Iglesia, que comenzó con el primer domingo de Adviento, y ha pasado por el tiempo de Navidad, luego por el de la Cuaresma, de la Resurrección hasta Pentecostés, Domingo de la Santísima Trinidad y Corpus Christi, se presenta discretamente la fiesta del Corazón divino, del Sagrado Corazón de Jesús. Todo este ciclo se encierra definitivamente en el Corazón del Dios-Hombre. De Él también irradia cada año toda la vida de la Iglesia.


Adorar la Eucaristia. Solemnidad del Corpus Christi

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La Iglesia, con amor entrañable, ha colocado en los domingos siguientes a la Pascua de Pentecostés, celebraciones especiales, en honor de la Santísima Trinidad, y del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, además de la invocación al Sagrado Corazón de Jesús, Sacratísima Humanidad, que diría Santa Teresa de Jesús.

Creo que el calendario litúrgico introduce estas celebraciones como pedagogía de acompañamiento, para que afrontemos el largo camino del Tiempo Ordinario con las provisiones necesarias.

El ángel del Señor, cuando se acercó al profeta Elías, que estaba tendido en el suelo, desanimado y sin ganas de vivir, lo despertó y le mostró pan y agua, para que lo comiera, tomara fuerzas, y siguiera por el largo camino del desierto.

La Iglesia nos ofrece, como el ángel del Señor, la provisión de los sacramentos, el agua regeneradora del perdón y de la misericordia, y el pan de la Palabra y de la Eucaristía, provisiones que fortalecen y posibilitan avanzar por el camino de la existencia.

La presencia real de Cristo en el Sacramento de la Eucaristía es la concreción más sobrecogedora de la promesa de Jesús a los suyos, cuando les aseguró: “Yo estaré con vosotros, todos los días, hasta la consumación del mundo”. El tabernáculo, presente en las iglesias, señalado con lámpara encendida, como faro de puerto, se convierte para tantos cristianos en referencia y acompañamiento espiritual.

Necesitamos estar en adoración, y necesitamos la oración silenciosa y la visita personal al Santísimo Sacramento, de manera especial en momentos de soledad, de angustia, de quiebra de la salud, de conflictos familiares, de necesidad de misericordia.

Adorar la Eucaristía es el signo más noble del creyente.

Adorar la Eucaristía es la forma más expresiva de amor al Señor.

Adorar la Eucaristía concede la experiencia de saberse mirado por el Señor.

Adorar la Eucaristía concentra la expresividad creyente en la presencia real de Cristo.

Adorar la Eucaristía de manera habitual es un hito de camino seguro.

Adorar la Eucaristía es tiempo en el que se deja modelar el corazón en las manos del Señor.

Adorar la Eucaristía es privilegio de la fe, por el que se experimenta la cercanía histórica de Cristo resucitado.

D. Ángel Moreno, Buenafuente del Sistal